julio 18, 2013

Un homenaje a los abuelos


El 27 de febrero, cuando falleció Stéphane Hessel, a sus 95 años (activista de los derechos humanos que fue inspiración para muchos, aún en el último tramo de su vida) reflexionamos sobre el aporte de la tercera edad, tan subestimada en los tiempos que corren...
y quisimos hacer un homenaje a ellos, a "los nuestros" (de la tercera edad) , en este cuento ilustrado.

Con vosotros...

La escoba de quince

Cada día de la semana, siempre a la misma hora, mis abuelos, Antonio e Irene se daban cita en la quietud de la cocina entre las siete  y las ocho de la tarde.

Y la primera partida a la escoba de quince, se iniciaba cuando ese señor de cara regordeta y ojos muy azules cuyo nombre no recuerdo, aparecía en la pantalla del televisor para dar inicio a ese sin fin de malas noticias que suelen pasar en todos los telediarios de todos los países del mundo.

Una imagen sin voz, que solo despedía destellos radiantes de luz, era la única intrusa en esa estancia doméstica.  Ni el gato ni el perro se inmutaban. Hasta ellos sabían que esa era la hora de la ausencia.
Solo el pequeño murmullo del fuego que calentaba lentamente el puchero, ponía música y aroma a la estancia.

Durante esa hora, el mundo dejaba de existir para ellos. Todos los que los conocían sabían que debían respetar su tiempo de comunión y los que no, se encontraban con el contestador en el teléfono o con la llave echada en la puerta.
La casa de mis abuelos siempre estaba abierta a todo el mundo, pero durante esa hora las reglas cambiaban. Solo se tenían el uno al otro.

Nosotras invadíamos bastante el espacio y el tiempo de mis abuelos, también es cierto que lo hacíamos porque ellos nos lo permitían, pero sin embargo, éramos muy respetuosas de siete a ocho de la tarde. Había como una regla no escrita, un aire con otra densidad que no nos permitía invadir la cocina mientras se percibía esa deliciosa y natural convivencia.

Desde la mesa de la cocina, mientras la hora de la cena avanzaba mansamente, en el silencio donde tan solo se oía la pausada respiración de los dos, sosegada por los años, mi abuelo se entregaba a los caprichos de mi abuela, austero en la demostración de sus sentimientos, sin palabras edulcoradas para los oídos, ni caricias que templaran el cuerpo, pero con pequeños grandes actos que reconfortaban el alma. Uno detrás de otro, cada cual más noble y con una entrega más desinteresada. Todos ellos sin descanso y sin fatiga.

Y por eso creo que mi abuelo eligió a su mujer. No habría sido fácil para él convivir con una persona que no demandara permanentes muestras de cariño y atención con caprichos hasta ridículos
Una mujer que amara la libertad le hubiera significado un estado de soledad difícil de sobrellevar.

Muchas veces aseguré con aire criticón y casi en estado de enfado, que la dependencia mutua entre los dos, era como una enfermedad que no les permitía crecer, evolucionar, desarrollarse.
Pero un día como hoy, cuando dentro del zapato tengo una araña o al respirar siento como un vidrio roto,  me pregunto quien me hizo creer  que es necesario crecer, evolucionar, desarrollarse

Unos pocos minutos antes de que el telediario hubiera acabado, cuando el puchero empezaba a hervir en la cacerola y la cocina se impregnaba del barullo con el que nosotras solíamos conquistarla, Antonio ya se había dejado ganar por Doña Irene, que henchida de orgullo se apuntaba una victoria más.

Siempre sostuve que los kilos de más que mi abuela iba ganando con el pasar de los años guardaban una relación muy estrecha con estas alegrías.

Hace justo un año que mi abuelo viene faltando a la cita, y los kilos que perdió mi abuela desde que mi abuelo ya no está para complacerla, confirman mi teoría.



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